París, 20 de septiembre de
1954[i]
Querido Arreola: Hace varias semanas Emma me mandó sus dos
libros, y al abrirlos me encontré con unas dedicatorias que me llenaron de
alegría. Pero todo eso es nada al lado de la alegría de leer los cuentos, a toda
carrera primero y después despacio, tomándome mi tiempo y sobre todo dándoles a
ellos su propio tiempo, el que necesitan para madurar en la sensibilidad del
que los lee. Ya habrá observado que uno de los problemas más temibles de los
cuentos es que los lectores tienden a leerlos con la misma velocidad con que devoran
los capítulos de una novela. Naturalmente, la concentración especial de todo
cuento bien logrado se les escapa, porque no es lo mismo estirarse cómodamente en
una butaca para ver “Gone with de Wind” que agazaparse, tenso, para los
dieciocho minutos terribles de “Un chien andalou”.
El resultado es que los
cuentos se olvidan (¡como si pudiera olvidarse Bliss, como si pudiera olvidarse
El prodigioso miligramo!). ¿No deberíamos fundar una escuela para educación de
lector es de cuentos? Empezando por quitarles de la cabeza todas las ideas
recibidas que existen desgraciadamente sobre la materia, rehaciéndoles la
atención, la percepción y hasta los reflejos. Ya es tiempo de que en las
universidades se cree la cátedra de cuentos, como suele haberla de poética.
¡Qué estupendas cosas se podrían enseñar en ella! Por lo demás los primeros colaboradores
de la cátedra (como alumnos o profesores) deberían ser los mismos cuentistas. Es
curioso que muchos de ellos no han reflexionado jamás sobre el género. No hablo
de la reflexión estilística, pues no es imprescindible, sino de esa meditación primaria,
en la cual colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que
debería mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio, su complicada topografía,
y la responsabilidad que supone. El cuento está desprestigiado por los cuentos.
¿Ha visto usted lo que se publica habitualmente en las revistas? Para uno
bueno, para un cuento que caiga parado como un gato de un cuarto piso, el resto
o son recortes de una situación mucho más extensa (las tijeras son la
haraganería del escritor, o su incapacidad para seguir adelante), o difusos
tratamientos de cualquier tema, bueno o malo; lo que en realidad estropea a
estos últimos es siempre la falta de concentración, de “ataque”. Y me parece que
lo mejor de Confabulario y de Varia Invención nace de que usted posee
lo que Rimbaud llamaba “le lieu et la formule”, la manera de agarrar al toro
por los cuernos y no, ay, por la cola como tantos otros que fatigan las
imprentas de este mundo. Y por eso acabo de leer sus cuentos —y releer los que
más me gustan, y después superleerlos, que consiste en leerlos en el recuerdo—,
y estoy contento. No por una razón hedónica, o porque me agrade saber que usted
es un gran cuentista, sino porque vuelvo a sentirme seguro de que usted, de que
yo, y de que otros cuya lista me ahorro porque usted la conoce de sobra, no
estamos equivocados en el enfoque del cuento que hemos elegido y por el cual seguimos
andando. Los franceses, por ejemplo, se equivocan de medio a medio en su
tratamiento del cuento. ¿Cómo decirlo? Juegan al fútbol en vez de torear, someten
la materia narrativa a una serie de evoluciones y combinaciones complejas, a
largo plazo, es decir aplican la técnica privativa de la novela y que en ella da
resultados maravillosos (que lo digan Balzac, Stendhal y Proust). Porque no ven
—y esto es capital— que el cuento es una cuestión de lenguaje formando cuerpo
con el relato, y entonces escriben sus cuentos exactamente con el mismo
lenguaje más o menos discursivo de la novela. Pero dando un paso más abajo, no
cuesta ver que ello sucede porque el impulso motor del cuento es novelesco, y
ahí está la gran macana como decimos en la Argentina, ahí está la burrada sin
perdón, creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la
larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela. No me gustan las
fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es siempre el vellocino
de oro, y la novela es la historia de la búsqueda del vellocino. La novela es
una maravilla, pero su técnica malogra el cuento. Todo esto se lo decía yo a
Emma en otra carta, pero me gusta repetírselo a usted al correr de la máquina,
porque además tengo las pruebas más sólidas posibles que son sus cuentos. En sus
libros hay cuentos de ensayo (y usted me lo previene en Varia Invención, donde habla de “balbuceo”), donde se ve cómo anda
buscando el tono justo, y a veces no lo encuentra y el cuento se queda con una pata
en el aire (“El Fraude”, por ejemplo, y no sé si usted estará de acuerdo). Pero
la casi totalidad de los cuentos de ambos libros dan de lleno en el blanco. Se lo
siente desde la primera línea. No se puede decir cómo, es una cuestión de
tensiones, de comunicación. Yo creo que el blanco debe sentir una cosa así, según
que la flecha lo alcance en los bordes (2 puntos) y el pleno centro (50 puntos,
y a veces uno se gana un pollo). Es fulminante y fatal. Yo empiezo a leer “De balística”
—no crea que lo cito por asociación con las flechas y el blanco—, o “El lay de
Aristóteles”, y se acabó: instantáneamente pasa la corriente, se establece el
circuito, y ya se puede caer el mundo encima que no soy capaz de sacar los ojos
de la página. Yo creo que detrás de todo esto está ese hecho sencillo (y por eso
tan inexplicable) de que usted es poeta, de que usted no puede ver las cosas
más que con los ojos del poeta. Conste que no insinúo que sólo un poeta puede llegar a escribir hermosos cuentos. En rigor
el cuento es una especie de parapoesía, una actividad misteriosamente marginal
con relación a la poesía, y sin embargo unida a ella por lazos que faltan en la
novela (donde la poesía vale apenas como aderezo, y es siempre una lástima por
la una y por la otra). ¿Cómo le vienen a usted los cuentos? Yo, que incurro además
en la poesía —por lo menos escribo poemas—, no he podido advertir hasta hoy diferencia
alguna en mi estado de ánimo cuando hago las dos cosas. Mientras escribo un
cuento, estoy sometido a un juego de tensiones que en nada se diferencian de
las que me atrapan cuando escribo poemas. La diferencia es sobre todo técnica,
porque los “cuentos poéticos” me producen más horror que la fiebre amarilla, y
estoy siempre muy atento a que lo que ocurre en mis cuentos proponga al lector
una estructura definida, una realidad dada, por irreal que sea para los ojos
del lector de periódicos y los seres con-los-pies-en-la-tierra (¿qué son los
pies, qué es la tierra?). Si encuentro en sus cuentos una fraternidad que me
emociona y me hace desear ser su amigo, es precisamente esa soberana frescura
con que planta usted sus árboles de palabras. Los planta sin el rodeo del que
prepara literariamente su terreno y “crea una atmósfera”, como si la atmósfera no
debiera ser el cuento mismo, la emanación irresistible de esa cosa que es el
cuento. Un Henry James es un gran cuentista, pero sus cuentos son siempre hijos
de sus novelas, están sometidos a la misma elaboración circunstancial previa, esa
técnica de envolver al lector antes de soltarle el meollo del cuento. Cuando
usted escribe “El rinoceronte”, le basta la primera frase (¡qué perfecta!) para
que uno se olvide que está sentado en un sillón en un segundo piso de la rue
Mazarine (una linda calle, créame) y que dentro de diez minutos le van a avisar
que la comida está pronta. El “extrañamiento”, el traspaso al cuento es fulminante.
Usted es una hormiga león, si son las hormigas león las que hacen un embudo en
la arena para que sus víctimas resbalen al fondo. Cuatro palabras y zás, adentro.
Pero vale la pena ser comido por usted.
Como esta carta no es una reseña, no le hablaré en detalle de
todo lo que podría surgir de mis lecturas. Pero hay algo que, por ser tan
infrecuente en nuestra América, me interesa señalarle. Me gusta su brevedad. Quizá
con excepción de “El cuervero”, tan sabroso para un argentino que se queda
maravillado de los giros, de la plástica de ese idioma que hablan las gentes
mexicanas, creo que sus mejores cuentos son precisamente los cortos. Me asombra
lo que usted es capaz de conseguir con tan poca materia verbal. “Sinesio de
Rodas”, por ejemplo —que como otras cosas suyas me hace pensar en Borges, y
creo que no es poco decir—, y el conmovedor y hermosísimo “Epitafio”, que me
trajo a mi François Villon de cuerpo presente, enterito, con toda su dolida
humanidad que sigue bailando aquí, cerca de mi casa, en las callejuelas de la
place Maubert, antiguo refugio de truhanes y putas opulentas y sentimentales.
Podría seguir diciéndole tantas cosas, pero no quiero aburrirlo.
¿Nos Veremos alguna vez? Si no viene usted por aquí, escríbame algún día que
tenga ganas. Yo le iré mandando lo que publique, que será poco porque en
Argentina las posibilidades editoriales están cada día peor. En todo caso le
mandaré copias a máquina. Y usted también, mándeme sus cosas. Mi mujer, que ha
leído sus cuentos con la misma alegría que yo, se une a mí en el gran abrazo que
le enviamos, y que usted hará extensivo a Emma, tan buena e inteligente, y a la
muy encantadora Anita y a los Alatorre.
Su amigo,
Julio Cortázar
[i]
Revista de la Universidad
de México, Nueva Época, Nº 1, Marzo de 2001. Cortázar revisado. http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/0104/contenido.html
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