Por el título del post alguien
podría pensar que Ángel Olgoso ha decido abandonar la literatura para dedicarse
al negocio de Import-Expor de frutas y hortalizas de nuestro satélite aunque
nadie niega un toque, un yo qué sé que qué sé yo de lunático en muchos de sus
textos.
Eso sería imposible por un lado y
más que probable por otro. Imposible porque Ángel
Olgoso es un escritor de adeveras y no alguien que escribe y publica libros.
Probable porque hasta en la
tienda de la esquina se gana más vendiendo vitaminas para el cuerpo que
alimento para el alma.
Imposible porque la Literatura
(Hel Harte, que diría el Gran Cronopio) no sería igual sin Ángel, sería otra
cosa, sería una cosa.
Probable porque, como se insiste
en muchas reseñas —y la contraportada de su nuevo libro de cuentos no iba a ser
menos—, Ángel Olgoso
es un escritor de culto, o sea, un escritor culto, cultivado y a la vez un
escritor o-culto, esto es, ninguneado por el mercado editorial, de ahí que haya
probado suerte con un título alusivo al mercado tradicional de abastos.
Y en estos tiempos que pintan
bastos para la mayoría (no para la parlamentaria), tener el privilegio de
enfrascarse en la lectura de los cuentos de Ángel es un descanso.
Dije descanso y no evasión
porque, a pesar del tópico de que la literatura en general y la fantástica en
particular es una ficción de la realidad, no es el caso de la prosa olgosiana.
Aunque sigo empeñado en mantener
que, en verdad, Ángel
Olgoso no existe porque es Dios y porque los grandes genios de las letras
murieron hace tiempo (Cervantes o Galdós, por ejemplo), el tipo que se hace
pasar por Ángel Olgoso es alguien que escribe sobre mundos aparentemente
ficticios pero que son una metáfora permanente de la realidad, ergo literatura.
Volviendo a las reseñas sobre
Olgoso, y me refiero a las oficiales, no a las que quienes
lo conocen personal y literariamente, no deja de sorprenderme que sean tan
breves.
No me vale la excusa de que
Olgoso es un microrrelatista porque no lo es, por más que se empeñen, por más
textos breves que haya escrito, incluso aunque sea uno de los primeros en
cultivar el género en España, cuando en este país aún estábamos escribiendo y sufriendo
novelas de post guerra.
Olgoso es al microrrelato o al
cuento breve lo que Italo Calvino al Boom, autores que sin ser latinoamericanos
estuvieron en la vanguardia literaria del momento.
No es de extrañar si tenemos en
cuenta que estamos hablando de autores geniales que confluyen en un momento
dado de la historia, independientemente de que se conozcan o, incluso, sin
haberse leído.
Ahora que hay más
microrrelatistas que poetas en Graná (los unos —la mayoría pésimos—, los otros —la
mayoría, magníficos); ahora que en España la crítica especializada ha vuelto a
darse cuenta de que en Latinoamérica existe una especie de mono que sabe
escribir pero, eso sí, gracias a que alguien descubrió un cuaderno de Rubio de Juan
Ramón Jiménez donde había garabateado “mi mamá me mima” (O, Hel Harte!), ahora
resulta que Ángel Olgoso es un autor de culto.
Si esto fuera una reseña de Las frutas de la luna debería decir que el cuento tal, siendo heterodiegético en sé y
per sé no deja de ser evidente una tendencia
metalingüística, o alguna pendejada parecida a la que cualquiera con un par de máster (del Universo) y/o doctorados seguro que le encontraría una lógica.
Pollas, como se dice en filosofía.
Pero esto no es una reseña, ni
siquiera una recensión (¡chúpate esa!), ni una crítica ni nada que se le
parezca porque, por un lado, sería imposible y, por el otro, porque no me da la
gana.
Imposible porque no hay manera de
elegir entre Los demonios del lugar, Astrolabio, La máquina de languidecer, Los
líquenes del sueño...
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